Un ‘socialcapitalismo’ sin luces

Un retrato del hambre en África. Fotografía de Sebastiao Salgado.

Admitámoslo: Fukuyama era un visionario, no un pirado. Su predicción sobre el fin de la historia era correcta. Así ha venido a ser, al cabo. No eran tan acertados, en cambio, los desarrollos argumentales. Me explico: es cierto que hemos alcanzado el fin de la historia, que los dos mundos enfrentados durante gran parte del siglo XX se han ido al carajo y que necesariamente aquí queda frenado el devenir de los tiempos. En efecto, cayó el comunismo real. Pero el fin de la historia ha venido después, con la caída del capitalismo real.

Derrumbados todos nuestros mundos posibles, los mejores y los peores, emerge un monstruo todavía más temible. China es sólo el dragón más grande de su especie, el que mejor ha sabido adoptar el modelo y explotarlo hasta sacarle la máxima rentabilidad, la palabra mágica de los nuevos tiempos.

Sorprende que lo que mucha izquierda califica ahora como oleada neoliberal sea tan infiel a la doctrina que pretendería renovar este nuevo liberalismo, del mismo modo que la hoz y el martillo vietnamitas no tienen nada que ver con los principios del marxismo.

Lo que los reyes de la especulación, los gigantes corporativos y los iluminados capitalistas nos están imponiendo a marchas forzadas, con la voracidad y la falta de escrúpulos de cualquier ciclón, es, en realidad, un nuevo sistema económico, tal vez un socialcapitalismo, donde se socializan las aportaciones al funcionamiento del Estado (todos acoquinamos más, por igual, sin diferencia de edades, sexos ni patrimonios ni sueldos) y se discrimina, y mucho, el destino del gasto, porque el objetivo -he aquí el particular toque capitalista- es exclusivamente alimentar la riqueza de unos pocos. Donde se escribe con letras mayúsculas rentabilidad no hay sitio para la solidaridad; si acaso, la beneficiencia.

Socialcapitalismo o capitalsocialismo, lo pueden llamar como quieran. Ante la crisis, la ciudadanía aporta más a la caja común a través de los impuestos directos e indirectos, profundizando en un modo de ingresos estatal típicamente socialista o simplemente socialdemócrata. A la hora de gastar, en cambio, se recortan los servicios públicos y se aconseja de mil maneras diferentes acogerse al «mejor» servicio que ofrece un particular.

Para ello, los políticos que defienden a ultranza este modelo -mucho más convencidos  y enérgicos entre el PP que en el PSOE, aunque comparten filosofía- se encargan de devaluar las infraestructuras y los servicios públicos (los de todos) a pesar de que están pidiendo más impuestos a sus vecinos. Aquí radica el núcleo del modelo: más impuestos y menos servicios. Es la negación del Estado del bienestar y, por supuesto, de cualquier receta medianamente socialista. Pero precisamente en las subidas de impuestos radica también la negación del liberalismo, cuya fórmula era clara: el Estado rebaja su compromiso de gasto porque también exigía menos esfuerzos a los ciudadanos.

Vivimos malos tiempos para la lírica. Fracasaron las utopías de los maestros doctrinarios: ni el socialismo de Marx, que a la larga acabaría con la explotación para igualarnos a todos, ni el liberalismo de Adam Smith, donde la mano invisible del mercado nos guiaría en un mundo perfecto donde cada cual tendría lo justo conforme a sus méritos reales.

No hay un horizonte hacia el que caminar. Y una utopía es una luz. Este mundo está hoy a oscuras. El único foco es el mercado y en torno a los casinos donde se trafica con vidas humanas se ha hecho la oscuridad. Entre las sombras de este mundo sin crisis donde no hay dinero para vacunas se desplazan 4.000 millones de euros cada día (repito, cada día) para gasto en armamento. Por el sumidero del mejor de los mundos posibles desaparecen cada día los cadáveres de 70.000 personas muertas de hambre al día.

El debate es más profundo y el dilema nos debe llevar más lejos que elegir entre Zapatero o Rajoy, el rojo o el azul, China o USA y Obama o Bush. Este socialcapitalismo sin luces fulmina cada día a tantas personas como viven en la ciudad de Guadalajara. Lo que es lo mismo: en dos años no quedaría nadie vivo en España.

Acerca de RM1980

Rubén Madrid, periodista nacido en Madrid (1980), ejerce desde finales de los noventa. Tras sus estudios en la Complutense ha desarrollado labores de redactor en medios de Madrid, Murcia, Asturias y Guadalajara. Hasta mayo de 2012, fue jefe de la sección de Provincia en El Día de Guadalajara. En los últimos años ha colaborado en diversos medios como periodista freelance, ha recibido el Premio de Periodismo de Medio Rural de la APG y la Diputación por un reportaje en Cultura EnGuada, de la que fue fundador y colaborador habitual. Su verdadera vocación era ser dibujante de mapas. Actualmente está acabando los estudios de Sociología en la UNED. Ha recibido los premios Libertad de Expresión (2011 y 2015), Medio Ambiente Industrial (2011) y Medio Rural (2014) de la Asociación de la Prensa de Guadalajara. Ha desarrollado también labores de comunicación para festivales culturales de Guadalajara y en la Consejería de Cultura de CLM. En Twitter, @Rb_Madrid.
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